Larry Nieves

Por qué los peores llegan a la cima














Larry Alexánder Nieves C.




















larry_jaji_05.jpg

Uno de los peores errores que cometen los proponentes de la planificación centralizada de la economía (ya sean socialdemócratas, socialcristianos, socialistas o comunistas), es creer que los peores aspectos de las tiranías a las que dicha centralización ha dado lugar, son consecuencia de que la persona o grupo equivodado haya tomado el poder central. Si tan sólo la persona con las características apropiadas hubiese llegado al poder, nuestro esquema estatista colectivista centralizado hubiese funcionado. Y es uno de los peores errores, porque después de los rotundos fracasos de todos los colectivismos practicados por la humanidad, esa creencia en que el problema radica en el líder y no en las ideas, ha permitido la reedición de los mismo errores que otras generaciones antes que la nuestra cometieron: subyugarse a una ideología colectivista.

La tesis de este ensayo es mostrar que las peores rasgos distintivos de los regímenes totalitarios son una manifestación, casi inevitable, de las ideas colectivistas subyacentes en cualquier plan que pretenda concentrar el poder de decisión económico en una autoridad centralizada. El análisis que aquí presento no es original, de hecho tiene al menos medio siglo de antigüedad, siendo Hayek quien lo presentó más elocuentemente en su clásico Camido de Servidumbre, de 1944.

En una sociedad basada en el principio del individualismo, cada persona tiene sus propios fines, para cuya consecución debe utilizar ciertos medios, ajustados a un determinado plan. La inherente diversidad y falibilidad humana implica, claramente, que en el proceso social se cometerán errores, ya sea por la elección de medios o planes inapropiados para lograr un determinado fin. Esto es al mismo tiempo normal e inevitable, por el simple hecho que somos humanos, no ángeles con conocimiento exacto de la tecnología (conjunto de medios a disposición) y de las condiciones futuras en las cuales nuestros planes se desenvuelven.

La división del trabajo, esa compleja red de interrelaciones entre productores y consumidores asegura en una sociedad libre que la multitud de objetivos y planes de todos los miembros de la sociedad sean armonizados, por medio del proceso del mercado, con el sistema de precios y la competencia libre. Bajo tal arreglo es claro que no existe tal cosa como "el plan de la sociedad" o de la nación, sólo exiten multitudes de planes individuales, algunos compatibles entre sí, otros mutuamente contradictorios. El sistema de precios provee el mecanismo de coordinación de dichos planes, permitiendo la distribución de los recursos escasos necesarios para la producción de la manera más consistente con las preferencias de los consumidores. Productos o servicios deseados más fuertemente por los consumidores tenderán a subir de precio, aumentando así la perspectiva de ganancias en dichas industrias y atrayendo una mayor cantidad de capital y trabajo. El influjo de capital al área más demandada por los consumidores permite aumentar la producción en dichas líneas, generando un proceso opuesto de caída de los precios. Las áreas menos demandadas por los consumidores verán los precios de sus productos caer, indicando con esto que los recursos allí utilizados son necesitados con más urgencia en otras líneas de producción. La labor de los empresarios es econocer dichas señales y ajustar sus planes de producción de manera que estos estén en concordancia con los deseos de los consumidores, manifestados a través de la compra o la abstención de determinados productos.

La situación es muy distinta cuando el poder de decisión económico ha sido investido en una persona o un grupo oligárquico, el cual tiene como responsabilidad la elaboración y ejecución de un plan económico nacional, al que deben ajustarse la producción, distribución y consumo. Los fines, medios y planes de los individuos deben ser subordinados a este plan nacional, puesto que administradores centrales no pueden permitir que fines distintos o contradictorios al plan central interfieran con los objetivos que han sido trazados por ellos. Las diversas variantes del colectivismo difieren solamente en el objetivo común que la sociedad ha de perseguir, guíada por la sabiduría de la élite gobernante. Sin embargo todas comparten -y esto las diferencia categóricamente del liberalismo- la negación de la existencia de fines y planes individuales y de su supremacía respecto al plan central. Ahora bien, cada persona tiene sus propios fines que cumplir, los cuales vienen determinados por preferencias individuales, por un escala de valores internos y completamente subjetivos. Para que el plan económico centralizado tenga alguna esperanza de funcionar, es entonces necesario que la clase dirigente tenga la voluntad de imponer -por la fuerza de ser preciso- su propia visión de los objetivos que la sociedad debe perseguir. De otra manera, al dejar cada quien a su libre albedrío, la planificación está destinada al fracaso.

Inicialmente, es posible que la élite gobernante intente utilizar la persuasión con el objetivo de poner a la gente de acuerdo, pero como esto sólo es factible lograrlo dentro de grupos muy pequeños, la persuasión resultará rápidamente en el estancamiento de los planes económicos y al descontento de grandes sectores de la población, cuyo único punto de coincidencia es que "algo se tiene que hacer". El problema es "¿qué se debe?" y "¿cómo se debe hacer?". Es un hecho de la naturaleza humana que cada persona es esencialmente distinta a las demás, a pesar de compartir ciertos rasgos generales con sus semejante. Esto hace que a medida que el grupo en cuestión crece y el ámbito de acción del gobierno se expande, se hace cada vez más difícil lograr consenso en las medidas necesarias, a las cuales todos los miembros del grupo deberán someterse en el futuro. Cualquier persona que haya socializado alguna vez en su vida, habrá experimentado lo que acá describimos. Es relativamente fácil ponerse de acuerdo con dos personas en el destino de un viaje, que con treinta. Si el éxito del viaje depende de que los treinta se adhieran al plan, un subgrupo se verá obligado a imponerlo. A medida que el grupo crece, la situación se hace peor, hasta que llegamos a nivel nacional, con millones de personas, cada una con planes y objetivos diferentes y contradictorios entre sí en ocasiones. Ahora bien, una persona que respete los derechos de los demás y la diversidad inherente en la especie humana, tendrá una probabilidad muy baja de participar en tal experimento de planificación a escala nacional, el cual supondrá imponer sus valores sobre el resto de la sociedad. Lo más probable es que la persona o grupo encargado de llevar a cabo los planes de la nación sean los de menos escrúpulos y los más propensos a sobreestimar su propia capacidad de comprender las condiciones y situaciones que se desarrollan a su alrededor. Prepotentes y soberbios, con toda seguridad serán los mandatarios que emprendan tal aventura.

Luego se tiene que mientras más alto el nivel educativo, intelectual y cultural de los miembros de un grupo, mayor será la diversidad de gustos y visiones del mundo que estos tendrán. Será, por lo tanto, más difícil lograr cohesión de grandes cantidades de los miembros de la élite intelectual que de las masas del pueblo. Si el líder desea uniformidad de criterios entre sus seguidores, se verá obligado a imponer una especie de mínimo común denominador moral y esto sólo lo podrá lograr bajando en la escala moral y no subiendo. Además de esto, para segurar el apoyo de las masas será necesario que el liderazgo las convierta en creyentes de una moral predeterminada para servir al propósito específico de la élite. Esto último será más fácilmente logrado apelando a los mimebros de la sociedad más crédulos, ignorantes y de convicciones débiles. Finalemente, es casi una constante de los grupos humanos que generalmente es más sencillo convencerlos de aglutinarse en torno a un programa negativo, que en torno a uno positivo. Enemigos externos e internos, reales o imaginarios son frecuentemente utilizados por los futuros tiranos para lograr el apoyo de la opinión pública y de las masas ignorantes. Los judíos de la Alemania nazi (Nazionalsozialist), los kulaks de Stalin o el imperialismo capitalista nos vienen a la memoria.

De manera que los más aptos para cumplir con la tarea de cohesionar a un colectivo alrededor de un ideal nacional, serán por lo general aquellos que estén más dispuestos a imponer sus ideales por la fuerza y a apelar a los instintos y temores más básicos de las gentes, despreciando o relegando las tradiciones y principios morales que existían anteriormente al inicio del camino hacia el totalitarismo. Sin duda, estas no son características que podamos calificar de deseables, pero que sin embargo son necesarias para ser exitosos en una sociedad que camina hacia el colectivismo.

El militante o soldado ideal será aquel que esté dispuesto a hacer todo por la causa común, no el que prefiera destinar sus energías a su causa particular o a colocar criterios morales por encima de los requerimientos del partido, inescrupuloso, despiadado, mentiroso y agresivo.

Esos son los atributos de un buen camarada que quiera escalar las jerarquías del partido.
















proyectosep2005.jpg